Entre el fuego eterno y la muerte en vida: el poder y el precio de ser vestal
Por norma general, la vida pública en la antigua Roma estaba limitada a los hombres. Sin embargo, había un grupo de mujeres que gozaban de un estatus especial: las vestales, las guardianas del fuego sagrado de la diosa Vesta.

Por el bien del estado
La obligación más importante de las vestales, además de oficiar los ritos en honor de la diosa, era la de custodiar el fuego sagrado que ardía en el templo de Vesta. Puesto que el hecho de que se extinguiera se consideraba el presagio de una desgracia para la ciudad, siempre debía haber una vestal vigilándolo. Si el fuego se apagaba, la sacerdotisa que estuviera al cargo en ese momento era azotada como castigo por su negligencia.
Peor aún que este descuido era el hecho de mantener relaciones sexuales, ya que una de las condiciones que debían cumplir las vestales era la castidad. Este voto tenía un valor ritual ya que, desde el momento en que se convertían en sacerdotisas, dejaban la autoridad de su pater familias y pasaban a ser hijas del estado, por lo que cualquier relación con un ciudadano era considerada incestuosa. El castigo en tal caso era aún más terrible: eran enterradas vivas en una cámara subterránea, ya que estaba prohibido derramar su sangre; y su amante también era ejecutado.
Las ventajas de ser una vestal
A cambio de estas estrictas normas, las vestales disfrutaban de unos derechos vetados al resto de mujeres romanas. No estaban bajo la autoridad de ningún hombre, podían disponer libremente de sus propios bienes y hacer testamento. Su persona era inviolable, disponían de escolta y herirlas era castigado con la muerte. Tenían asientos reservados en los espectáculos públicos y podían participar en las ceremonias oficiales del estado. Su palabra en los juicios se consideraba verdadera por defecto y tenían la autoridad de perdonar a un condenado en determinadas circunstancias; de hecho, el propio Julio César se salvó de terminar en la lista de proscritos del dictador Lucio Cornelio Sila gracias a la intervención de las vestales.
Finalmente, terminado su sacerdocio podían retirarse si lo deseaban, aunque muchas decidían permanecer en el colegio y conservar su posición y derechos. Si se retiraban eran liberadas de su voto de castidad, momento en el cual recibían una generosa pensión vitalicia y eran libres de decidir su futuro. Podían vivir por su cuenta sin tener que preocuparse por el dinero, al contrario que el resto de mujeres, que debían tener siempre un tutor, ya fuera su marido, padre u otro familiar. También podían casarse, en cuyo caso era el propio pontifex maximus, como padre simbólico de las sacerdotisas, quien se encargaba de concertar el matrimonio con un miembro de la nobleza romana: a pesar de que para los estándares de la época su edad ya era avanzada para dar hijos -pues tenían cerca de 40 años en el momento en que se retiraban-, el matrimonio con una antigua vestal daba un gran prestigio, por lo que no les faltaban pretendientes.

Treinta años de servicio
La carrera de las vestales se dividía en tres etapas de diez años cada una: la primera como novicias, la segunda como sacerdotisas y la última como instructoras de las nuevas novicias. Generalmente había un número limitado de sacerdotisas, seis para cada una de estas tres etapas de formación, a la cual avanzaban juntas. A la cabeza de ellas estaba la vestalis maxima, que participaba en el Colegio de los Pontífices, una institución formada por los sumos sacerdotes de los diversos colegios sacerdotales, encargados de custodiar los libros sagrados y documentos de estado como los tratados de paz. Debido a su inviolabilidad, los ciudadanos romanos podían confiar sus testamentos a las vestales para asegurarse de que estos no serían destruidos ni modificados.
Las novicias eran seleccionadas personalmente por el pontifex maximus en base a unos estrictos criterios: debían ser niñas de seis a diez años, hijas de ciudadanos romanos cuyos dos padres estuvieran vivos y no fueran sacerdotes, ni tener una hermana que fuese o hubiera sido vestal anteriormente. Al principio eran seleccionadas entre un grupo de veinte hijas de familias patricias, pero más adelante se amplió a las plebeyas ya que, para una familia noble, ceder a su hija como vestal era renunciar a posibles alianzas matrimoniales. Posteriormente las candidatas elegidas eran llevadas ante la vestalis maxima, desnudadas y examinadas minuciosamente, ya que debían ser perfectas de cuerpo (no tener cicatrices ni lesiones permanentes) y de mente (no ser mudas ni sordas)
Si alguna de ellas moría, de forma excepcional se buscaba una nueva candidata para sustituirla. Al tratarse de un caso especial, estas candidatas no tenían que cumplir las condiciones habituales y ni siquiera ser vírgenes. En el caso que debieran reemplazar a una vestal que ya se encontraba en la segunda etapa, era aceptable incluso que se tratara de jóvenes viudas o divorciadas. Sin embargo, mientras durara su sacerdocio, sí debían mantener su voto de castidad al igual que las demás.
Las Vestales llevaban un velo en la cabeza y portaban una lámpara o antorcha encendida en las manos. La vestimenta identificaba las vestales y reflejaba su elevado rango dentro de la sociedad romana, para realzar el hecho utilizaban túnicas de lino blanco adornadas con una orla purpura.
Dentro de los distintivos que llevaban las vestales, uno de suma importancia era la vitta, una banda que rodea la cabeza de color blanco o purpura, que servía para confinar las trenzas y que identificaba su posición sagrada en la sociedad y su condición virginal.